EL DILEMA DE MARÍA

María, una mujer de cincuenta y cuatro años, que no aparentaba su edad en las facciones de su hermoso rostro, sin apenas arrugas que las descalificaran, atractiva todavía, o eso pensaba ella, de estatura más bien baja, entró en la consulta del endocrino.
Vestía unas botas de tacón altas, pantalón vaquero, blusa blanca con escote pronunciado y sus gafas de sol, Pepe Jeans, colocadas a modo de pasador en el pelo castaño, sujetándose la caída del mismo sobre la cara.
-Buenos días-saludó ella educadamente.
-Buenos días María-respondió el médico-¿Qué tal estamos?
-Pues ya lo ve. Desde la última vez que vine he vuelto a perder tres kilos de peso.
La última vez que estuvo fue hacía quince días. Había acudido al endocrino remitida por su médico de familia. Desde hacía un mes aproximadamente había perdido el apetito y andaba perdiendo peso a pasos agigantados. El médico no quiso asustarla, pero temía que aquello que le pasaba a María, una paciente que nunca se había puesto mala en años, no era nada normal.
-Bueno-dijo el médico, tratando de mantener una calma que no tenía-Vamos a ver los resultados de los últimos análisis que le mandé y que nos dicen las pruebas de la resonancia magnética y el TAC.
A continuación cogió los sobres donde venía la documentación y la extrajo de los mismos. Puso los resultados del TAC en la superficie iluminada destinada para ello. Después leyó el informe de la resonancia magnética.
-María-comenzó a hablar el médico, muy serio-necesito que me escuche usted bien lo que le voy a decir-continuó.
-Dígame doctor-la voz de María expresaba todo el miedo que la embargaba en aquel momento-¿Es algo grave?
-María-antes de continuar carraspeó un par de veces. No, no se sentía a gusto delante de ningún paciente teniéndole que decir que lo que tenía era grave-lo que usted tiene es un cáncer de páncreas-lo soltó de corrido y sopetón-Y es grave, no sé cuanto aún, pero le puedo asegurar que lo es.
Ella se quedó petrificada. Sentada en la silla no se movió. Parecía haberse petrificado en una estatua de sal. Cuando al cabo de unos segundos de silencio fue capaz de reaccionar preguntó con mucho miedo:
-¿Me estoy muriendo doctor?
-No le puedo responder a esa pregunta. Para ello tendremos que hacerle nuevas pruebas que nos den un resultado exacto de la magnitud del tumor que tiene instalado, si se han producido metástasis…-y se quedó callado. En realidad no sabía que más decirle a aquella mujer.
En la vida de un médico se puede tener mucha experiencia. Sobre todo cuando tu especialidad está cercana a la delgada línea que separa la vida de la muerte. Aquel médico, casi sexagenario ya, aún se impresionaba cada vez que le tenía que decir a un paciente que su vida se le estaba acabando, que ya no duraría mucho su estancia entre los vivos. Y en los momentos escasos que podía estar en soledad aún derramaba lágrimas que no podía contener. Eran lágrimas de rabia, de rencor, de sufrimiento por no poder encontrar una solución para sus pacientes que pudiera alargarles la vida.
María supo desde el mismo momento que el médico le dijo que era un cáncer de páncreas que su vida tocaba a su fin. Todo había comenzado seis meses antes, cuando observó que en poco tiempo estaba perdiendo peso sin venir a cuento. Era una mujer que a pesar de los años no había perdido las líneas finas y que la hacían deseable para cualquier hombre. Estaba dotado de dos pechos exuberantes, sin llegar a la exageración de las que se operan para agrandar su volumen de pecho. De piernas finas dejaban entrever unas piernas bonitas y un trasero bien redondeado.
Cuando acudió a su médico y le mandó hacerse análisis de sangre y orina, los resultados no arrojaron luz alguna que hiciera saltar las alarmas. Aún a pesar de ello se sirvió enviarla el endocrino para que la revisara. Fue éste el que si se alarmó viendo los síntomas. Además éstos se agravaban con la adicción al tabaco de María, una cajetilla y media diaria y a beber un whisky todas las noches después de cenar.
En todo ello iba pensando María al salir de la consulta. El médico le había dicho, aparte de las nuevas pruebas que se tenía que hacer, que le daba un volante para acudir al sicólogo del hospital, por si lo creía necesario.
-Este hombre se piensa que voy a perder la cabeza, o me voy a volver loca, jajajaja-se rió amargamente María-¡Cómo se nota que no me conoce!
Y era verdad, no la conocía. María desde muy joven se dio cuenta que era una mujer bella. Y decidió que aprovecharía su belleza para sus propios fines. Se casó con veintitrés años con un hombre de buena posición social, con el cual había tenido tres hijos. El más pequeño acababa de entrar en la adolescencia, mientras el mayor desde hacía tres años y medio se había ido a vivir con su pareja a un piso de alquiler y la mediana era un bicho que ni trabajaba ni estudiaba. Se había separado diez años atrás, de forma tempestuosa, tras que su marido la pillara en una madrugada hablando por teléfono con su amante.
Porque de eso sí presumía María. De sus amantes. Tras más de quince años de matrimonio, un buen día descubrió que su marido la engañaba con una socia del negocio que regentaba con la misma. Nunca pudo olvidar aquel hecho. Tras aquel hecho ella perdió la inocencia y se dejó llevar por su carácter apasionado. Sabía que cualquier hombre que deseara comería en su mano y ella haría lo que deseara con él. Pero, sin embargo, nunca se dio cuenta, tampoco, de que los años no pasan en balde. Su, desde joven, leonino apetito sexual se había ido extinguiendo desde que entró en la menopausia. Poco a poco cada vez tenía menos ganas de hacer el amor con un hombre, de estar en la cama con sus amantes. Y, claro, aquello también redundó en que se había ido quedando sola. Sus hijos prácticamente no la necesitaban y hacían su vida. Solamente el pequeño aún precisaba de cierta vigilancia para que no se saliera del redil. Y eso era algo que María sabía hacer muy bien con sus hijos.
-<<¿Y ahora qué haré>>-se preguntó a si misma, mientras se montaba en su coche.
Arrancó el motor y comenzó a conducir sin rumbo fijo. Su cabeza se había quedado bloqueada sin saber qué hacer ni que pensar. Se daba cuenta de que estaba sola, sin nadie que la pudiera, ni siquiera, deseara escuchar.
Su tormentoso carácter la hizo acabar mal con todos sus amantes. Los últimos, como ya se ha indicado la abandonaban porque ella no era capaz siquiera de calentarlos en la cama y ellos lo único que deseaban de ella era eso: sexo, puro y duro. La relación con sus hijos no era buena, aunque tampoco mala, pero carente de la confianza de ir a verlos para decirles que se iba a morir en no mucho tiempo.
Sus amistades sólo la querían para divertirse. Su carácter jovial, alegre, dicharachero, risueño, la hacían la atracción de las fiestas. Ninguna fiesta que se preciara podía carecer de su inapreciable presencia. Así que ir a contarles penas no lo recibirían con buenos ojos. Ella lo sabía, lo percibía y estaba segura que muchas puertas se le cerrarían en el momento que les dijera cual era su dolencia, como si fuera una apestada.
Se detuvo a un lado en la calle. Puso las luces de avería y miró las citaciones nuevas que el médico le había entregado.
-No-habló para sí misma-Creo que no acudiré a estas citas. La vida se vive deprisa. Yo la he querido vivir así y ahora ha llegado el momento de abandonarla.
Se sumió en una especie de estado de sopor. Al cabo de un rato, no era capaz de saber cuanto, un fuerte ruido en el cristal la despertó bruscamente. Al mirar pudo ver a un hombre de su edad que golpeaba el cristal mientras protestaba:
-Oiga, ¿no tiene otro lugar para ponerse a dormir que en medio de la calle? Váyase a dormir a su casa…
María le dedicó la mejor de sus sonrisas y bajó el cristal.
-Disculpe usted, buen hombre-le dijo sin dejar de mirarlo fijamente a los ojos-Es que me he levantado muy temprano…Y además no me han dado buenas noticias hoy…-su tono era de disculpa, queriendo buscar una excusa a algo que parecía no tenerla.
De pronto un fuerte dolor en el abdomen la dobló en el interior de su coche.
-Señora-dijo el hombre-¿Se encuentra usted bien?
-Sí, sí-dijo ella sin perder la compostura-No se preocupe, no es nada grave.
Él la observó con incredulidad.
-Si puede apartar el coche de aquí yo podré salir-acabó diciéndole.
María arrancó el motor y continuó su camino, eterno, perdido, rumbo a la muerte buscada.


EL DILEMA DE MARIA II
Que María era una mujer coqueta lo sabía todo el mundo que la conocía. Pero las enfermeras, las limpiadoras y los médicos de la décima planta de aquel hospital no lo podían saber. Apenas la conocían desde hacía un par de días, en que su médico le mandó ingresar en el hospital, con la excusa de poder practicarle nuevas pruebas. Por ese motivo se sorprendían cuando todos los días, en especial las limpiadoras, al entrar en la habitación se la encontraban maquillándose.
-¿Quién va a venir a verte, María?-le preguntaban entre guasonas y presas de la curiosidad las mujeres.
-Mi novio-les respondía estremedoramente la enferma.
Desde aquella mañana en que le tuvo que comunicar que tenía un cáncer de páncreas habían transcurrido cuatro meses durante los cuales y con el devenir de las pruebas que le había ordenado realizarse había podido comprobar que se daban los peores de sus presentimientos.
La Centellografía de receptores de somastotatina (exploración con radionúclidos para detectar tumores) lo había desvelado con claridad. La ecografía endoscópica (introducción de una cámara, bien por la boca o el recto) demostró que ya se habían producido distintas metástasis en la enferma que afectaban a pulmones y huesos. El pronóstico de vida no era mayor de seis meses, según los médicos que revisaron las pruebas que se le habían efectuado.
Fue por ello que su médico decidió ingresarla. Sabía de su soledad, de que sus hijos apenas tenían trato con la madre y que aparte de ellos no tenía familia conocida. Por lo menos no debería de morir en la soledad. Por otra parte los síntomas se iban agravando por días: habían aparecido ya los síntomas de diarrea y dolores abdominales intensos. No era precisamente lo que deseaba la dirección del hospital, dados los tiempo de crisis, ni habría sido el comportamiento del médico con cualquier otro paciente.
-Abel-le dijo el director del centro-debes de comprender que es un paciente terminal, que no podemos adivinar cuanto tiempo seguirá con vida…
-Lo sé Gustavo.-le interrumpió el endocrino-Pero esa mujer está sola y sus familiares cercanos no se tratan con ella.
Y no mentía Abel al decir aquellas palabras. En los dos días que allí llevaba nadie había aparecido para visitar a la paciente. Ni siquiera sus hijos.
Cuando la A.T.S. se interesó por sus familiares María fue escueta en su respuesta:
-¿No tienes a nadie qué venga a verte María?-le preguntó la enfermera mientras procedía a extraerle sangre, como había hecho estos dos días atrás.
-Si,-respondió María-tengo tres hijos. Pero ellos tienen sus quehaceres y no pueden venir a visitarme todos los días, el chico sólo tiene catorce años y no es cosa de traerlo a un hospital. Pero ya verás como el fin de semana si que vienen.
La auxiliar acabó de sacar la sangre y le deseó un buen día. No dejó de sentirse extrañada al ver a la mujer maquillada como si esperara alguna visita.
Cuando llegó al cuarto de control lo comentó con sus compañeros de turno:
-¿Os habéis dado cuenta de la de la quince?-preguntó-Esa señora de mediana edad que ingresó antes de ayer. Siempre que entro en la habitación, sea mañana o tarde está siempre pintada, como si estuviera esperando una visita. Pero cuando le pregunté me dijo que sólo tiene dos hijos y que están muy ocupados entre semana para venir a verla.
-Sí, así es.-El que habló fue el médico que acababa de entrar en el cuartillo para hacer su visita de planta rutinaria de primera hora de la mañana.
A continuación recogió los expedientes de los pacientes y se sentó en una mesa a repasarlos uno a uno. En ellos se contemplaban todos los datos del último día. Aunque la planta estaba casi al completo no todos los pacientes le correspondían a él. Tras la lectura de los expedientes llegaron los estudiantes de medicina que estaban buscando especializarse en endocrionología. Eran siete aquel curso. Algunos con buen futuro en opinión de Abel. Así que les hizo revisar lo primordial de los expedientes a todos y juntos a los estudiantes comenzó a hacer la visita matinal de los enfermos de planta.
Cuando llegó a la habitación de María se detuvo en la puerta. La misma permanecía cerrada, lo cual le alivió extraordinariamente, ya que no deseaba que la enferma escuchara las palabras que iba a pronunciar.
-Esta que vaís a ver aquí es María. Felipe, ¿me podrías decir, sin mirar el expediente, cual es el padecimiento de María?-preguntó a uno de los estudiantes como había hecho en el resto de los pacientes que habían ido visitando.
-La paciente sufre de tumor de glucagonoma. Es un tumor de páncreas que afecta a la hormona de la glucosa. Por lo general suele ser maligno.
-¿Y en este caso lo es?-volvió a preguntar el médico.
-En este caso lo es y se agrava con metástasis en pulmones y huesos. A parte afecta al hígado y le provoca estados serios de hiperglucemia.
-Muy bien, Felipe. Has hecho un buen trabajo-terminó.
Tenía un alto concepto de este estudiante. Siempre procuraba llevar las lecciones bien aprendidas y era una máquina de absorber conocimientos.
.¿Cual es el tratamiento a seguir?-preguntó a continuación.
-Dado el estado del paciente la única opción es aplicarle morfina con el fin de conseguir calmarle los dolores. También hay que aplicarle insulina para combatir los episodios de hiperglucosa.-contestó el aprendiz de médico.
A continuación entraron en la habitación. María estaba en la cama. La tenía levantada a media altura, ya que hacía rato que la habían despertado para darle el desayuno. Como todos los días ya había tenido tiempo para lavarse y maquillarse.
-Buenos días doctores-saludó casi jovialmente.
Una batería de voces contestó a su saludo.
-¿Cómo estás hoy María?-preguntó el doctor mientras le tomaba el pulso y la auscultaba.
-¡Ay! Doctor. ¡Deseando que me libere de esta jaula y me pueda ir a casa!-respondió la enferma con alegría.
Pero su alegría era una alegría que carecía de ese tono. Su sonrisa, su cara parecían expresarlo, pero sus palabras negaban lo que su rostro intentaba comunicar. Hasta sus ojos presentaban una tristeza inmensa que no justificaba lo dicho. Todos esos datos no pasaban inadvertidos al médico, aunque nada dijera, ni siquiera a sus alumnos. Y todo ello le producía un desasosiego que a su vez tenía que disimular tras sus gafas de galeno y su voz que trataba de ser sincera y serena siempre.
-No te preocupes María. Hoy te vamos a hacer un par de pruebas y mañana otras dos. Y si todo va bien en tres o cuatro días estarás en casa de nuevo.
Pero él sabía que estaba mintiendo. La había ingresado porque no quería que aquella mujer muriera sola. Le provocaba un estado de gran angustia saber que sus hijos apenas tenían trato con ella y que el único que mantenía el contacto era un adolescente incapaz de poder ser receptor de que su madre estaba en la recta final de su vida.
María era la última habitación de sus enfermos que había visitado. Cuando salió de la habitación regresó al control con los informes médicos y se los entregó a la enfermera de servicio aquel día, junto a las nuevas instrucciones sobre algunos de los pacientes. En cuanto a María ordenó que se le aplicara morfina sin dejar que transcurrieran las horas necesarias. Sabía que en su estado los dolores abdominales iban a comenzar a ser muy intensos e insoportables para ella.
-Vaya con el doctor.-dijo una limpiadora cuando este salió y montó en el ascensor camino de su consulta externa-Cualquiera diría que esta mujer es su esposa o su madre o alguien de su familia…-la ironía se le escapaba con las palabras.
-Es cierto que la trata con mucho cariño, Maite. Pero María es una mujer que está sufriendo mucho. Y además su familia le ha dado de lado y está sola.-le reprendió la auxiliar.
Aquella tarde se desencadenó una tormenta eléctrica tremenda. María estaba sola en su habitación. La televisión estaba encendida. La auxiliar entró con la bandeja de la cena y se la dejó en la parte delantera de la cama. María le solicitó que se la pusiera en las piernas, que no tenía ganas de levantarse a cenar y así lo hizo. Después continuó haciendo el reparto por las demás habitaciones.
Cuando tres cuartos de hora más tarde regresó para recoger la bandeja se encontró a María colgando de la cama, con una expresión de horror en su rostro. Estaba muerta.
La autopsia desveló que un trozo de hueso se le había metido hasta la tráquea provocándole un atragantamiento, el cual al estar sola no se pudo corregir. Su muerte fue solitaria y espantosa, dijeron en el hospital al correr la noticia.
Ella había tratado de lanzarse de la cama para pulsar el timbre que comunicaba con el cuartillo de médicos, enfermeras y limpiadoras, pero nunca llegó a conseguirlo.
Cuando Abel fue informado al día siguiente del trágico final de María se alegró. No se alegró por su muerte, pues ninguna muerte le producía satisfacción, máxime si era de uno de sus pacientes. Pero sabía que aquella mujer estaba sentenciada y que de aquella manera todo fue rápido y sencillo. Si la enfermedad hubiera continuado avanzando seguramente su sufrimiento habría sido mucho más espantoso, hasta el punto de que la morfina ya no habría podido hacer efecto, como en tantos casos había podido ver. Siempre le había quedado el recuerdo de la muerte de su madre, de una enfermedad parecida, que en sus últimos momentos de vida le gritaba a su padre: “Pepe, ponme la inyección, Pepe. No puedo más, me muero”. Fue aquel el motivo de que un niño que entonces tenía ocho años decidiera que sería médico y se especializaría en endocrinología.
Al entierro de María apenas asistieron diez o doce personas: sus tres hijos, la pareja de su hijo mayor, el doctor Abel y algunos vecinos del inmueble donde vivía. La soledad la había rodeado y la soledad la iba a despedir.


LUIS DE DIEGO ÁGUILA

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